estilo y personalidad

 Knowledge yourself brother 

Síntesis

Se dice que si logras identificar aquello que te proporciona autonomía sobre todas las cosas, aquella funcionalidad que te permite operar en el mundo a nivel no sólo de expresión profesional, si no que además de supervivencia explícita –ya que vivir es, en esta aparentemente hora pico de la existencia, un asunto urgente–, aunque lo explícito sea evidente solo para uno, lo cual ya es muy de stand’up comedy, en fin que cuando se habla de ello de lo que se habla es de esa especial funcionalidad que narra el aire que desplazamos, por decirlo de algún modo, esa funcionalidad que nos permite implementar las técnicas de supervivencia más esenciales por así decirlo; claro está que cuando algo es solo evidente para uno ese algo está al borde de la experiencia paranoica y por tanto no es muy compatible que digamos con las exigencias de la realidad. Tal vez se lo pueda identificar a través o mediante la exploración del estilo, el estilo no es una banalidad sino la forma en que se expresan los lenguajes que aprendemos, las artes que dominamos, las licencias que nos provocamos, los gustos que nos sabemos dar; de una u otra forma está o estará en lo que somos y hacemos, por ello hay que conocerlo y desarrollarlo contemplándolo en el proceso.


Ensayo 

La naturaleza de lo importante en la exploración personal de nuestros rasgos es un enigma tan viejo como el propio ser humano. Los antiguos griegos tenían una idea clara de esta búsqueda de lo esencial: para ellos, el “conócete a ti mismo” era una máxima inscrita en el templo de Apolo en Delfos, un recordatorio de que toda sabiduría genuina comienza con una mirada interna. Pero, ¿qué significa “conocerse a uno mismo” en un mundo tan vasto y complejo como el nuestro? No hablamos aquí de la simple introspección superficial ni de una construcción narcisista, sino de una exploración casi cartográfica, una especie de viaje de descubrimiento que va más allá del yo individual y que se conecta profundamente con el arquetipo humano.
Imaginemos, por ejemplo, un personaje que representa el arquetipo del explorador. Piensa en un marinero del siglo XVI, navegando bajo cielos estrellados sin más guía que un sextante y su intuición. En cada puerto, encuentra no solo nuevas tierras, sino versiones de sí mismo que se despliegan como cartas de navegación. A través de las tempestades y la calma, aprende a adaptarse a climas hostiles y a escuchar lenguas desconocidas, y así va desarrollando una capacidad para integrarse en mundos extraños, conservando, no obstante, una identidad sólida. Aquí radica lo esencial: esta autonomía que lo convierte en un ciudadano del mundo sin dejar de ser fiel a su propio “yo” es precisamente el tipo de funcionalidad que muchos buscamos alcanzar. En la práctica, esta funcionalidad se convierte en una capacidad para manejar la incertidumbre con elegancia, para mantenerse erguido ante lo desconocido y responder con autenticidad.
Esta habilidad de operar en diferentes contextos puede, además, observarse en otros arquetipos. Tomemos al arquetipo del guerrero, por Ejemplo. A menudo imaginamos al guerrero como un combatiente en la batalla, alguien que, espada en mano, enfrenta a sus enemigos. Sin embargo, hay guerreros modernos cuyas armas son la diplomacia, el conocimiento y la resistencia emocional. Pienso en la historia de Nelson Mandela, quien durante su encarcelamiento en Robben Island se convirtió en un líder no violento. Despojado de su libertad física, encontró en su interior una fuerza que le otorgó autonomía sobre su realidad. No era su cuerpo el que estaba en juego, sino su espíritu y su identidad. Al abrazar la disciplina y la paciencia como sus armas, Mandela logró transformar una situación adversa en una plataforma de transformación personal y colectiva. Aquí el guerrero se convierte en un arquetipo de resistencia pacífica, un modelo de cómo nuestros rasgos particulares, al integrarse con las demandas de la realidad, pueden fundar una funcionalidad trascendental.
Otro ejemplo de esta búsqueda de funcionalidad podemos encontrarlo en el arquetipo del sabio o del filósofo viajero. Pensemos en Heródoto, considerado el primer historiador, quien recorrió las antiguas civilizaciones del mundo conocido y relató sus costumbres, mitos y rituales. En sus viajes por Egipto, Persia y las ciudades griegas, Heródoto no solo recopilaba datos, sino que trataba de captar la esencia de cada cultura. Como él, muchos viajeros contemporáneos experimentan esa fusión entre lo propio y lo ajeno, entre lo individual y lo colectivo, y encuentran en ella una riqueza insustituible. Aquí, el estilo de vida de Heródoto, esa forma de abordar lo desconocido desde la curiosidad, se convierte en una función que le permite sobrevivir en un mundo de diferencias y de puntos de vista en constante cambio. Este estilo no es simplemente una preferencia, sino una herramienta de adaptación y de exploración, un puente entre lo que uno es y lo que encuentra en su camino.
La ciencia misma nos ofrece metáforas elegantes para comprender este viaje de autodescubrimiento. En biología, el concepto de “plasticidad fenotípica” alude a la capacidad de un organismo para cambiar su morfología y comportamiento en respuesta al entorno. Se observa en especies como el pulpo, que cambia de color y textura para camuflarse, o en el girasol, que sigue al sol para optimizar su fotosíntesis. De manera similar, nuestra personalidad tiene una “plasticidad” que nos permite adaptarnos a los diferentes entornos en los que nos encontramos, sin perder el núcleo de lo que somos. Esta adaptabilidad, aunque puede parecer en el exterior una cuestión de estilo o de preferencias, es en realidad una función esencial de supervivencia en un mundo en constante cambio.
Quizás en nuestras vidas cotidianas, esta búsqueda del estilo y de la funcionalidad se expresa de maneras más sutiles. Piensa en el empresario que, tras años de éxitos financieros, se da cuenta de que su verdadera habilidad no está en generar ganancias, sino en inspirar a otros. Su estilo de liderazgo se convierte entonces en un vehículo para desplegar su autenticidad y su esencia, permitiéndole trascender el mero acto de acumular riqueza. O en la persona que, tras recorrer múltiples caminos profesionales, descubre que su verdadera pasión radica en enseñar, en transmitir conocimientos de una manera única y profundamente personal. Cada uno de estos ejemplos demuestra que el estilo y la funcionalidad no son elementos superficiales; son la manifestación de una profunda conexión con nuestras capacidades esenciales y con nuestra forma particular de contribuir al mundo.
En última instancia, la exploración personal de nuestros rasgos no es un simple ejercicio de introspección. Es un proceso en el que nos enfrentamos a la realidad con todos sus desafíos y oportunidades, y en el que buscamos integrar nuestras capacidades con las demandas externas. Lo importante, entonces, es descubrir esa “funcionalidad vital” que nos permite no solo operar en el mundo, sino dejar una huella en él, una huella que sea genuina y que refleje lo que realmente somos. Y en ese viaje, cada experiencia, cada persona que encontramos y cada lugar que exploramos se convierte en un espejo, en una pista que nos ayuda a descifrar el enigma de quiénes somos y de qué podemos llegar a ser.

Conclusión 

En la exploración personal de nuestros rasgos particulares, aquello que emerge como verdaderamente importante es tanto un proceso de descubrimiento como de confrontación con la realidad. Esta búsqueda va más allá de encontrar talentos o habilidades específicas; implica un camino hacia la identificación de una “funcionalidad vital” que nos confiere una autonomía genuina. No se trata sólo de la expresión profesional o el desarrollo de un oficio, sino de la capacidad de enfrentar el mundo con un sentido de supervivencia explícita: un “vivir es un asunto urgente” que se alimenta de una conexión fundamental con nuestros recursos internos, nuestras técnicas esenciales de adaptación y resiliencia.
En este sentido, la idea de funcionalidad se asienta en la autenticidad del ser, en la unión entre nuestras capacidades innatas y aquellas que cultivamos a través de la experiencia. Aquí es donde entra en juego la noción de estilo, un concepto que podría parecer superficial pero que es, en realidad, una manifestación profunda de nuestras elecciones, aprendizajes y de cómo percibimos el mundo. El estilo se convierte en una herramienta de autoafirmación y de confrontación con las exigencias de la realidad, y es a través de él que podemos implementar y poner en práctica aquellos arquetipos que representan lo esencial en el ser humano: el guerrero, el buscador, el sabio, entre otros, encarnan facetas que nos permiten navegar el mundo con distintos niveles de autonomía y creatividad.
Al explorar estos arquetipos, nos damos cuenta de que no son simplemente patrones de conducta; son representaciones de nuestras cualidades fundacionales que actúan como principios rectores en nuestra forma de interactuar con la realidad. El guerrero, por ejemplo, representa la valentía y la disciplina, cualidades que nos dotan de una funcionalidad primordial en situaciones de adversidad. El buscador, por otro lado, encarna la curiosidad y el deseo de expansión, impulsándonos a explorar más allá de lo conocido. Al identificar cuál de estos arquetipos resuena con nuestra realidad personal, logramos delinear aquello que nos permite sobrevivir y prosperar de manera auténtica, en armonía con nuestras propias capacidades y deseos.
Sin embargo, la alineación con estos arquetipos y nuestra “funcionalidad vital” no siempre es evidente para los demás, ni siquiera para nosotros mismos. Hay un componente de autoconocimiento que puede llevarnos a situaciones ambiguas, donde lo que es obvio para uno no necesariamente lo es para otros, y donde la percepción subjetiva roza con lo que podríamos llamar la “experiencia paranoica”. Este límite entre lo personal y lo socialmente reconocible pone de relieve un desafío fundamental: ser auténticos en un mundo que constantemente nos empuja a adaptarnos a expectativas externas. Por eso, el proceso de autodescubrimiento exige una reflexión profunda y continua, una capacidad para cuestionar nuestras motivaciones y, sobre todo, para reconocer la importancia de nuestra realidad interna en la formación de nuestro carácter.
Así, la exploración personal, lejos de ser una empresa solitaria, se convierte en una especie de arte. No un arte en el sentido superficial, sino en el sentido de desarrollar una vida que esté en consonancia con nuestros propios “lenguajes”, aquellos sistemas de significados y símbolos que estructuran nuestra realidad. Cada elección, cada gusto, cada licencia que nos otorgamos es parte de este lenguaje único, una expresión de los arquetipos y caracteres que habitan en nosotros. Al contemplarlos y desarrollarlos, encontramos en el estilo y en la funcionalidad un espacio para que lo importante emerja, un espacio que es simultáneamente práctico y existencial, donde nos enfrentamos tanto a la necesidad de sobrevivir como al deseo de expresar aquello que verdaderamente somos.
Por ende, lo importante en la exploración personal radica en nuestra capacidad para integrar estas dimensiones de funcionalidad y expresión, de realidad y estilo. No es una dicotomía entre sobrevivir y expresarse, sino una síntesis donde ambas necesidades coexisten y se fortalecen mutuamente. Al descubrir y desarrollar nuestro estilo, estamos, de algún modo, encontrando una manera única de ser en el mundo, una manera que honra tanto nuestra realidad interna como las demandas del entorno. Lo importante, entonces, es esta integración: la habilidad para “vivir urgentemente” mientras manifestamos nuestra esencia, una funcionalidad que nos permita no solo operar en el mundo, sino construir una vida significativa en él.

Equipo EXPLORA 

Revisión técnica 

Cora Alcázar Salazar 

Directora de redacción 

Sección 28

Área CONFECCIONARTE

Para Servicios Sustanciales Hispanoamérica 





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